No sé durante cuánto tiempo estuvimos
besándonos, puede que horas. Una lámpara de noche cubierta con un pañuelo de
seda era la única iluminación. La habitación olía a sudor, a sexo. Un ambiente
cargado y dos cuerpos que se dedican el uno al otro. No hay ni espacio ni
tiempo, ni principio ni fin, ni bien ni mal. Solo una gran cantidad de
partículas que se complementan una a una creando un pequeño éxtasis, un
doloroso hipo, que paraliza el universo durante horas.
Volver a empezar está implícito en
nuestros ojos, de los que saltan chispas. Nuestras manos recorren cada
centímetro de placer, mientras se ríen a carcajadas de una sociedad llena de
prejuicios y convencionalismos. Ella me saca los colores y, entre los dos, se
los sacamos al resto. Ponemos en evidencia las grietas de la creación de Dios,
las fallas y los cientos de defectos con cada gesto.
Los cristales gotean, igual que nuestros
cuerpos. Notas cada molécula de oxígeno impactando con tu espalda y erizando tu
piel. No podemos parar de ser felices, humillando a la propia cama, que hace
tiempo que perdió sus sábanas. Nuestros corazones laten fuerte, nuestras
pupilas se dilatan. Nuestros labios dicen más de lo que quieren sin pronunciar
palabra, llenando de saliva cada deseo y cheque en blanco sin un final a la
vista. Tan solo para coger aire.
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