Cada mañana,
cuando el sol entra por la ventana y mis párpados se tornan anaranjados,
extiendo el brazo tanteando a un lado y otro de la cama. No la huelo, ya nada
huele a ella salvo sus recuerdos, pero tengo la esperanza de estirar la mano y
poder tocarla. Abrazarla y darle besos hasta que por fin abra los ojos, con el
rímel corrido por la noche anterior y el pelo completamente enmarañado. Imagino
que está conmigo, rozándome con su culo, y que puedo notar su calor.
Hace un
momento estaba soñando con ella. No sé qué hacíamos y no recuerdo dónde
estábamos, pero sé que estaba. Solo sé que, como cada madrugada, no me atreví a
besarla. Vuelvo a tener dos años menos y ni mi subconsciente me deja disfrutar.
La parte consciente de mi cerebro tampoco me deja en paz contigo. Con ella,
perdón. Tendré que dejar de confiar en la razón.
Aprieto los
labios y bajo a desayunar. Cada día cumplo con ese mismo ritual, de despertar
deseando que hayamos compartido cama. Sus heridas no son las mías y por más que
lo intente jamás sabré en qué está pensando. Al contrario que ella, que sí sabe
lo que pienso en cada momento. Por eso prefiero quedar en su herida y saber lo
que siente. Y quién sabe, quizá algún día cicatrizar juntos.
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