sábado, 20 de septiembre de 2014

Mi viaje

Al fin me armé de valor y, de un salto mortal, salí de su voluptuosa mente. Me parecieron bonitos hasta esos huesecillos que tenemos en el oído interno.
Me quedé en su oreja, apoyado en la perla que por pendiente llevaba. Le susurré un te quiero al fondo del oído antes de seguir. Agarré uno de sus oscuros y lisos mechones que se posaban tras su oreja y como el personaje creado por Edgar Rice me descolgué hacia su nariz. Por poco caigo, pero supe mantener el equilibrio. Desde ahí podía ver sus enormes ojos azules, rodeados por infinitas pestañas negras. Ojos que ahora no creo que pueda sacar de mi cabeza. Me dejé caer por sus labios y paré a descansar en su comisura, observando el paisaje. Los pies me colgaban y disfruté por un momento de las bonitas vistas, tanto hacia arriba como hacia abajo. Sus labios eran esponjosos y estaban pintados con carmín. Manche mis dedos índice y corazón y me dibujé dos rayas justo debajo de los ojos, como pinturas de guerra de algún pueblo prerromano. Una vez hecho eso, salté con cuidado hacia su escote. Cerré los ojos y di un pasito hacia delante. Nunca antes había cerrado los ojos si me acercaba tanto a unos pechos. En uno de sus pezones me quedé, en el de su pecho derecho. Joder, como me gustaba estar ahí. Me hubiera quedado, al calor de su rosada piel, pero tenía que partir. De una hebra mal cosida de su sujetador volví a descolgarme, haciendo rápel por sus costillas hasta su cadera. Quise pasear por la hendidura de su ombligo, pero no hubo manera de alcanzarlo. De todos modos, sus caderas también me gustaban y volvían loco. Me colé por dentro de sus bragas de encaje, desde las que podía seguir viendo el exterior. Me deslicé hasta estar entre sus piernas. Cuántas horas había pasado ahí mismo, al placer de su sexo. No lo miraba de manera lasciva, para nada. Su cuerpo era mi templo y en ese lugar habíamos sido realmente felices. Me besé la mano y la pegué en su piel, era una despedida. Tras un último suspiro, rompí otro hilo y me volví a dejar caer por sus piernas. Rodeé su pálido muslo hasta la rodilla. Ahí solté mi improvisado arnés, para tirarme por el tobogán de su gemelo hasta su pie. No había invertido tanto tiempo en sus pies como quizá debiera haber hecho. Posiblemente me diera vergüenza. Caminé hasta su pulgar y fui saltando de dedo en dedo hasta el meñique. Ahí volví a sentarme. No quería hacerlo, ya que ya había roto su sujetador y sus bragas, pero rompí un trozo de su uña para mí. Tuve que sacar de la mochila las gafas y colgármelas del cuello de la camisa, para que ese recuerdo me cupiese. Le prometí algo que no creo que escuchara, apreté fuertemente los ojos y me impulsé hasta el suelo. Este planeta es mucho más frío de lo que imaginaba sin ella.

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